Septiembre de 1982, ahí voy yo, nerviosa, agarrada bien fuerte de la
mano de mi madre, iba a empezar una etapa que marcaría mi vida, la etapa
escolar. Entré en aquella clase que para los ojos de una niña, era enorme.
Recuerdo las lágrimas del primer día y a la señorita Gelines tratando de poner
orden entre todos esos lloros, la línea en el suelo, los percheros cargados de
abrigos, a la señorita Berta con su tambor blanco que tocaba cuando había que
recoger, las vocales que llegaban una a una con sus nombres y sus vestidos, a
juego con la vocal que representaban: la A, Ana con vestido naranja, E, Elena
con vestido verde, I, Inés con vestido amarillo, O, Olga con vestido rojo y la
U, Úrsula con vestido azul.
Las tardes de los viernes eran tardes de cuento, sacábamos las
alfombrillas del armario y nos sentábamos en ellas mientras la señorita Berta nos
contaba historias... de vez en cuando nos dejaba los instrumentos musicales, la
pandereta, el triángulo, el xilófono (que yo no había visto nunca y
probablemente mis compañeros tampoco) ¡¡¡uff!!! Cuando te tocaba el xilófono ¡eras
la envidia de todos! Recuerdo también el día que la Q y la E se enfadaron, no querían
estar juntas y tuvo que intervenir la U para salvar la situación.
La memoria funciona también con los olores, el olor a ceras Manley y
plastilina me transporta con nostalgia a aquellas mesas hexagonales que
compartíamos en infantil.
El paso a primero de EGB fue de la mano de la señorita Ana, su letra
perfecta y su pelo negro recogido en una coleta, con ella aprendimos al leer en
el libro de Borja y Pancete edit. ANAYA que aún conservo. También recuerdo a la
señorita Mª Luz y la guerra que le dimos con la tabla de multiplicar, a la señorita
Nati con su manzana de media mañana y su colonia de Margaret Astor que nos tenía
locas ¡nos encantaba! ella se echaba al finalizar alguna clase y nosotras no
perdíamos el dato bien atentas, para ver que marca era. Las manualidades que hacíamos
con ella eran maravillosas, en Navidad montábamos un Belén de plastilina que exponíamos
en el salón de actos, los dibujos en cartulina que pintábamos con ceras y extendíamos
con algodón para hacer los murales, sus obras de teatro…fue nuestra tutora
durante cuatro años seguidos.
Y por supuesto don José, de gran corazón, impartía fuera de horario
escolar clase de guitarra a quien quisiera y doña Camino, su mujer, pequeñita y
sandunguera con su voz rota. El día de
la caída del muro de Berlín recuerdo cómo don José nos explicaba (aunque en
aquel momento no lo entendíamos muy bien) que aquello que estaba pasando era
algo histórico, que no lo íbamos a olvidar…y así fue. También don Abel,
director del cole durante aquel tiempo, con su pelo blanco, su forma de hablar
y de hacerse respetar, firme pero con cariño. Por último, don Ángel, que quiso
mantener la tradición y nos llevó en octavo a Benidorm de viaje de fin de
curso, él solo, un valiente, qué bien lo supo hacer, otra gran persona.
Por mi memoria aparecen los recreos jugando a la goma, paseando, contando
chistes…el sauce llorón que había en el patio de fútbol, lugar que ocupa ahora
el cubierto, los columpios en forma de medio círculo ¡la de cocotazos que nos
dimos en ellos! Pero lo que me llevo y me acompañará toda la vida son los lazos
de amistad que hice entre esas paredes, las conservo, son familia.
El último día que estuve en el cole, cuando ya pasábamos al instituto, con
trece años, me acerqué a despedirme de mi profesora de preescolar y dentro de
la conversación ella me preguntó: ¿volverás a vernos? Yo rápidamente contesté: ¡sí claro! ella me miró
y me dijo: todos decís lo mismo, pero luego nunca volvéis...Pues bien,
efectivamente tenía razón, pero en mi caso a medias, porque guardé con tanto
cariño los recuerdos del colegio que quise que mis hijos estudiaran en él, así
que, de alguna manera Berta, he vuelto.
Ojalá ellos, cuando pase el tiempo y echen la vista atrás recuerden su
paso por el colegio de la misma manera que lo hago yo.
Gracias a todos ellos, maestros y maestras, por
hacer que esa etapa fuera tan feliz.